Hace unos días, seleccionando libros para una próxima mudanza, descubrí uno en mi estantería con un montón de papelitos asomando en forma de marcapáginas: La Rueda: mi vida en 23 posturas de yoga. Lo cogí e intenté identificar las palabras concretas que hicieron que pusiera allí esos trozos de papel hace unos años. Os dejo aquí una selección de ellas, por orden de aparición en el libro:

“Sin embargo, una clase de yoga me superaba. Como a todo el mundo, me aterraba la idea de meterme en una habitación llena de gente a la que el yoga le resultaba fácil. No tenía ni idea de que solo muy de vez en cuando te encuentras con una sala entera de gente que sabe hacer yoga. Y cuando te pasa, suelen ser imbéciles.”.

“Primero nos tomamos la pierna derecha, meciéndola adelante y atrás en los brazos y disfrutando de la agradable y desconocida sensación de notar los bíceps (los bíceps no pintan gran cosa en el yoga). Luego empezamos a subir el talón derecho hasta poder inclinar hacia delante la cabeza y, todos a una, colocar el pie derecho detrás de la nuca.

No era como pensábamos que acabaríamos al llegar esa noche a clase de vinyasa. Nos miramos entre risitas. Estábamos cómicos.

Nuestra profesora nos sonrió, pero sin traicionar su personaje, si es que era tal. «Respiren la sensación», dijo, y nosotros inhalamos y exhalamos. Lo habíamos olvidado. Era cierto: cuando respirábamos sentíamos más. Cuando literalmente haces un nudo con el cuerpo, solo puedes respirar: respirar la sensación. Detenerte, tomar aire y descubrir lo que sientes de verdad.

Al rato, dejó de ser divertido y parecía llegado el momento de parar. Nuestra profesora habló con voz hipnótica.

– Quizá estén incómodos. Si es hora de parar, es hora de parar. Pero si pueden, sigan así. ¿Qué es la incomodidad? ¿Qué se siente? ¿Es dolor o simplemente no están familiarizados con la situación? No es un mal lugar para estar. Relajen hombros.

Un asiento incómodo. Justo lo que faltaba a los ejercicios. Quietud. En ello estaba, y daba miedo. Me sentía increíblemente incómoda y no podía evitarlo. No podía moverme más rápido ni concentrarme en la siguiente transición. No había tarea que completar, reloj que mirar, niño que acunar, cena que cocinar, madre a la que llamar, marido triste al que animar, amigo al que consolar, padre al que escuchar, colegio que limpiar, coche al que llenar el tanque, plazo de entrega que cumplir, editor al que tranquilizar. Solo había incomodidad.

Durante años, el yoga había sido el único sitio donde prestaba atención a cómo me sentía. Hacía las posturas y, justo en ese instante, las sentía. Cuando hacía la paloma, sentía la cadera derecha, notaba que me decía algo: que empezara a llevar a los niños en la cadera izquierda de vez en cuando. Las posturas me transmitían información real. Mi mente intentaba perderse por lo que debía o debería hacer, pero las posturas la retenían, la obligaban a quedarse en ese momento donde estaba. No siempre, pero con la asiduidad suficiente.

Entonces empecé vinyasa. Porque lo hacían las tías agradables. Porque salmodiaban. Porque tenía la necesidad constante de progresar con el yoga, de avanzar, de mejorar. Y al consagrarme al vinyasa abandoné la única cosa por la que el yoga me funcionaba: quedarme quieta, en sintonía con lo que sentía. Fran había intentado enseñármelo, pero lo había abandonado por mis ganas de «mejorar».

Intenté respirar. Noté una sensación que irradiaba de la cadera derecha. Noté algo más y lo reconocí, como un barco en el horizonte: alivio. Por fin notaba mi propia incomodidad, mi incapacidad para estar a gusto en el mundo. Incomodidad, ansiedad, pavor… acechaban desde hacía tiempo y las había esquivado, me había alejado corriendo de ellas tan veloz que no podían manifestarse.

Seguí allí sentada con el pie detrás de la nuca, como una imbécil. ¿Quién se lleva el pie a la nuca?

Me quedé sentada y comprendí lo siguiente: era muy infeliz, mucho.”.

“- Aquellos de ustedes que vengan mal con el yoga, están en el lugar adecuado. Confío en que todos se permitan hacerlo muy mal hoy, alejarse de la perfección. El verdadero yoga no radica en la postura perfecta; en la postura mala, sientes de verdad. Quieres sentir de dentro afuera, más que conseguir la perfección de fuera adentro.

Hicimos una savasana extralarga, lo que me pareció muy Naropa. Estaba claro que la savasana era importante allí. Nos acostamos de espaldas en el suelo del gimnasio.

El gimnasio era una caja rectangular enorme y espaciosa, llena de luz. El suelo estaba plagado de colchonetas. No solo había estudiantes, también habían acudido profesores y oficinistas en su descanso para almorzar. Era mi clase favorita de yoga: llena de todo tipo de personas de constituciones y edades diversas.

Mi colchoneta estaba sucia. ¿La había lavado alguna vez? No creo. La froté con los dedos y encontré una aguja de pino. El hueso de mi nuca presionó contra el suelo; giré un poco la cabeza a un lado y a otro, notando la forma del bulto.

La persona que tenía junto a mí resoplaba y hacía ruiditos como si fuera a dormirse, lo que me pareció muy agradable. El profesor caminaba por la sala. Oía sus pasos. Empezaba a secárseme el sudor y pasárseme el calor. Recogí la sudadera de al lado de la colchoneta intentando no hacer ruido y me la extendí sobre el pecho.

Permanecí echada, sintiendo el polvo en la nariz y el agradable peso de la sudadera sobre el pecho. Y comprendí que estaba meditando. No había nada que temer acechando bajo la superficie. Allí solo había… esto. Esta realidad.

De pronto se me ocurrió algo: ¿y si lo contrario de bueno no era malo? ¿Y si lo contrario de bueno era real?”.

A mí me regaló el libro una compañera cuando hice el curso de profesor de yoga, y creo que ha llegado el momento de regalárselo a otra persona. Si te apetece leerlo, solo tienes que dejarme un comentario en esta entrada diciéndome cuándo vas a venir a clase y te lo llevo.

La Rueda: mi vida en 23 posturas de yoga