Los tres hermitaños
Hace muchos años, tres parientes de mediana edad, dos hombres y una mujer, se hartaron de vivir en la gran ciudad. Habían tenido suficiente de la vida mundana: de los hijos, de sus parejas, de los trabajos, de las visitas, del dinero y, sobre todo, de la constante cháchara y parloteo que había que soportar al llevar una vida «normal».
Frustrados y cansados de ese estrés incesante, anhelando quietud y soledad, decidieron retirarse a las montañas y mantener noble silencio. Para sentirse más seguros, se fueron juntos a la búsqueda del lugar donde pudieran comenzar sus herméticas y aisladas vidas.
Tras vagar durante más de un año, encontraron un lugar ideal en una remota región de los Himalayas, donde un arroyo, cuevas, árboles frutales y multitud de plantas comestibles les proporcionarían todo lo que los tres ascetas pudieran necesitar. Allí se asentaron para pasar el resto de sus vidas con la ecuanimidad que solo una vida a resguardo de la sociedad les podría ofrecer.
Al cabo de poco tiempo los tres empezaron a recuperar su vitalidad y su salud, y con ellas, una sensación de paz, de felicidad y de armonía. Viviendo al ritmo de las estaciones, escuchando los cantos de los animales del bosque, junto al susurro de la brisa, el ulular del viento y el sonido del agua, practicaron yoga, meditación, y contemplaron el universo interior y exterior. Los tres disfrutaban su soledad, la cual hacía que se desplegara un espacio infinito dentro de ellos, y adoraban su silencio, el cual les sabía igual que la más dulce de las mieles.
Un día, un elegante potro salvaje apareció en su territorio, pastó un poco, y cabalgó hacia el interior del bosque de nuevo.
«¡Qué caballo negro tan bonito!», dijo uno de los hombres tres meses después.
«No era negro, era marrón», le corrigió el otro ermitaño cuando habían pasado otros seis meses.
Un año más tarde, fue la mujer la que habló enfurecida: «Si no dejáis de hablar, ¡me marcho de aquí!».